Comienza nuestra Semana de Gabo, hoy día 6 de Marzo, fecha del 87 cumpleaños del gran maestro de las letras.
Y empezamos con su texto más grande. Con su obra maestra.
José Serralvo, autor que ya nos concedió en su día una entrevista, y del que ofreceremos pronto reseña, nos ha dado el privilegio de publicar este texto tan especial. Esperamos que os guste.
Lo real no imaginario en Cien Años de Soledad
Premios Nobel de
Literatura y directores de la RAE, por no hablar de periodistas,
profesores, blogueros, colaboradores de Wikipedia y una inacabable
sarta de hiladores de palabras, llevan ya más de tres décadas
desmenuzando Cien años de soledad, desmigajando lo histórico
de sus historias, la personalidad de sus personajes, lo referente de
sus referencias. Escriba lo que escriba, máxime desde que el
mismísimo Llosa consagró dos años de su vida a viviseccionar la
magnum opus de su ex-amigo colombiano, tarea que se saldó,
por cierto, con el parto de un magnífico ensayo literario —Historia
de un deicidio—, corro el riesgo de repetirme. Para soslayar
ese riesgo, esta reseña, o mejor
dicho: «reseña», va a obviar dos cosas. En primer lugar, no
voy a hablarles del argumento. Seguro que Ustedes ya saben que Cien
años de soledad narra las peripecias vitales de la estirpe de
los Buendía, una familia de la Colombia rural cuyos avatares, que
duran la friolera de media docena de generaciones —esto, así, bien
hecho, olé, solo se le ocurre a Balzac, a Blasco Ibáñez y a dos o
tres valientes más—, están íntimamente ligados al devenir de
Macondo, una ciudad imaginaria, anclada en medio de en un poema de
Nicanor Parra, con árboles imaginarios, ríos imaginarios, en
lugares y tiempos imaginarios. Curiosamente, y esta será mi segunda
precaución, tampoco voy a hablarles de lo real imaginario. Ya les he
advertido que Llosa se encargó preciosamente de esa tarea, llevando
su análisis hasta la última subdivisión posible, la de lo mágico,
la de lo milagroso, la de lo mítico-legendario, la de lo fantástico.
¿Para qué repetirme? ¿Para qué hablarles del estilo impecable de
Márquez, de la cantidad de veces que se molestó en echar mano del
diccionario de sinónimos, si esto ya lo han hecho cientos de
predecesores? Pero, entonces… ¿de qué voy a hablarles?
Llegué a Colombia en
marzo de 2013, hace ahora un año. En mi baúl —esto no es una
metáfora, la organización humanitaria para la que trabajo nos fleta
un baúl entre Suiza y el país de destino— llevaba un par de botas
para caminar por la selva, una cantimplora de aluminio, pomada para
las picaduras de mosquito y, como sin duda habrán adivinado, una
copia de Cien años de soledad. Releer a Márquez en Colombia,
máxime cuando uno viaja, charla con guerrilleros y militares,
atiende a desplazados, se adentra en resguardos indígenas y pasea
por la jungla, me llevó ineludiblemente a la siguiente conclusión:
Cien años de soledad es, ante todo, le pese a quien le pese,
una novela sobre lo real no imaginario. (Hace cosa de ocho
meses escuché a un colega decir que lo primero de lo que uno se
percata al trabajar en la Colombia rural es de que, al fin y al cabo,
García Márquez no tenía tanta imaginación).
Sin ánimo exhaustivo,
les dejo aquí algunos ejemplos.
Mariposas amarillas
Empiezo por la
experiencia más increíble. Tan extraordinaria, que casi parece
mágica, o mitico-legendaria, o, si me perdonan la blasfemia,
milagrosa. Y, sin embargo, es completamente real:
Una noche de septiembre
pernocté en un hotelucho del municipio de Ricaurte. Andaba metido,
con Márquez entre las manos y mi linternita adosada a la frente, en
el berenjenal de la compañía bananera, cuando los campesinos de
Cien años de soledad deciden declararse en huelga contra la
empresa que les explota —unos neoliberales de dos pares de… de
eso. (O unos comunistas encubiertos, quién sabe). Márquez nos
presenta a Mauricio Babilonia, un simpático aprendiz de mecánica al
que siempre le preceden, vaya donde vaya, un sinfín de mariposas
amarillas. Cool, ¿no? Y fabuloso. O eso creí en un
principio. Sin embargo, a la mañana siguiente me monté en el Land
Cruiser para bajar al río Vegas y me encontré con que tras cada
curva del camino, no les engaño, se lo juro, una nube de mariposas
amarillas surgía de la nada y revoloteaba en torno al vehículo,
como queriendo colarse por las ventanillas, que por fortuna iban
cerradas. Cuando llegué al destino y me bajé del coche, que aquí,
ya lo sabrán, no es ni más ni menos que un carro, yo también, como
Mauricio Babilona, anduve un buen rato rodeado de las susodichas
mariposas. Ahí fue cuando empecé a sospechar que, a fin de cuentas,
Cien años de soledad era quizás más real que imaginaria.
El diluvio
Recordarán que, de
buenas a primeras, en Macondo se hincha a llover. Llueve durante
años. La madera se pudre, los animales se mueren y los esposos no
pueden ir a visitar a sus queridas. Pues bien, Márquez no tomó la
idea de a Biblia. La tomó de Colombia, sin más. En doce meses, he
vivido dos diluvios colombianos, sin parangón con nada que haya
visto anteriormente: uno en Bogotá y otro en el municipio de
Barbacoas, en el departamento de Nariño. Fueron dos auténticos
aquí-te-pillo-aquí-te-mato de la Naturaleza.
Aguaceros de gotas gordas, qué digo, de chorros de agua cayendo del cielo a borbotones. Para colmo de males, ambos aguaceros, largos, largos, muuuyyyy larrrrgooosssssssss, me pillaron sin paraguas y en calles plagadas de pendientes. Un tercio de las ciudades colombianas están situadas en la Cordillera de los Andes o en el llamado pie de monte, dando lugar a cascos urbanos en eterna inclinación, à la Suiza, de modo que cuando caen estos aguaceros el problema no es solo el montón de agua que el cielo derrama en un punto concreto, sino el que cae al oeste de dicho punto, y al este, y al norte, y al sur, y que va acumulándose con el montón vecino, formando ríos torrenciales, mares municipales, océanos salidos de la nada. Son estos diluvios, no otros, los que inspiraron al Nobel colombiano.
Aguaceros de gotas gordas, qué digo, de chorros de agua cayendo del cielo a borbotones. Para colmo de males, ambos aguaceros, largos, largos, muuuyyyy larrrrgooosssssssss, me pillaron sin paraguas y en calles plagadas de pendientes. Un tercio de las ciudades colombianas están situadas en la Cordillera de los Andes o en el llamado pie de monte, dando lugar a cascos urbanos en eterna inclinación, à la Suiza, de modo que cuando caen estos aguaceros el problema no es solo el montón de agua que el cielo derrama en un punto concreto, sino el que cae al oeste de dicho punto, y al este, y al norte, y al sur, y que va acumulándose con el montón vecino, formando ríos torrenciales, mares municipales, océanos salidos de la nada. Son estos diluvios, no otros, los que inspiraron al Nobel colombiano.
Huelgas bananeras
Váyanse a Google y
tecleen «Paro Agrario
Colombia 2013». Si leen
algo más que el artículo de Wikipedia, verán que Márquez no
exageraba ni un ápice al describir las huelgas de la compañía
bananera de Macondo. Más bien al contrario: se quedó corto.
Pueblos aislados,
casonas derruidas, pescaditos de oro y un tesoro escondido
Para cualquier lector
urbano, Macondo parece un juego de espejos en el que solo se reflejan
quimeras. Los fundadores de la ciudad atravesaron la selva para
instalarse, aquí, ya llegamos, en un enclave aislado y recóndito.
No había caminos, ni carreteras, ni medio de transporte alguno. Se
habla, a lo sumo, de una antigua ruta marítima que más de un
personaje intenta encontrar en vano y cuyo único vestigio, ambiguo,
traicionero, es el casco de un velero roído por los años. Entre la
familia de los Buendía, habrá quien se empeñe en romper este
aislamiento construyendo una estación de ferrocarril, e incluso
quien sueñe con traer un avión desde Europa para principiar una
ruta de tráfico aéreo. Sea como fuere, lo importante es que Macondo
se encuentra incomunicado del resto del país. Esta suerte de
misantropía urbana sostiene el aura de leyenda que nimba a sus
habitantes. De ahí que nadie se extrañe de las telarañas que
crecen en la casa de los Buendía, y que la pobre Úrsula, matriarca
de la familia, se afana en limpiar cada sesenta o setenta página. De
ahí que Macondo tenga tesoros ocultos, como ese saco de monedas que
Úrsula esconde y nadie encuentra. De ahí que el mayor pasatiempo
del coronel Aureliano Buendía, fabricar pescaditos de oro para luego
fundirlos de nuevo, parezca tan acorde con el aire de retraimiento,
de misterio, de leyenda, que se respira en Macondo.
Sin embargo, estos aires
de leyenda no son más que una impostura. Lo que Márquez describe,
por más que le resulte totalmente ajeno a un lector medio, de Bogotá
o Medellín, de Cartagena o Cali, de Barcelona, de Madrid, de Tokyo,
es el pan de cada día de millones de colombiano.
Antes les hablé de
Barbacoas, el pueblecillo nariñense en el que he pasado buena parte
del último año. Déjenme decirles algo más acerca de este rincón
selvático:
Casco urbano de Barbacoas |
Sucede que, pese a su
aislamiento, Barbacoas, como Macondo, atrae a los inmigrantes. Aquí
no vienen a recolectar plátano, sino a trabajar como peones en
alguna de las muchas minas que pululan por la zona. Los ríos de
Barbacoas son ricos en oro. De hecho, el escudo del municipio está
envuelto en una franja dorada y coronado por un alcanofre,
herramienta tradicional en la minería de aluvión.
En la práctica,
Barbacoas, como Macondo, como tantos cascos urbanos de la Colombia
rural, está totalmente aislado del resto del mundo. Medio siglo de
conflicto armado han dificultado la construcción de infraestructuras
y convertido a los campesinos de este país en esos misántropos
forzosos de los que se habla en Cien años de soledad.
Cada vez que voy a
Barbacoas, me alojo en el Hotel El Dorado. Junto a la puerta, en una
tienducha de ventanas oxidadas, hay un orfebre ventrudo y casi ciego.
Al igual que el coronel Aureliano Buendía, se pasa las horas
batiendo sus minerales, puntillándolos y creando formas fantasiosas.
Por la noche desaparece. Sospecho, aunque tal vez me equivoque, que
se esconde en el interior de la tienda para refundir sus creaciones y
empezar de nuevo al día siguiente.
Entre sus muchos
sobrenombres, Barbacoas se conoce como «la
ciudad de los pianos».
Según la leyenda, quién sabe si será cierto, este casco urbano
nariñense fue antaño una de los municipios más prósperos del sur
de Colombia. Dicen que cada casa tenía un piano, importado desde
Europa, y que el primer automóvil del país entró por el Pacífico,
subiendo por el Patía, por el Telembí, hasta llegar al corazón de
esta región minera. Para el recién llegado, todo suena a embuste, a
fabula macondiana, hasta que empieza a toparse con imponentes
casonas semi-derruidas, con decrépitas fachadas coloniales de
madera, ornadas y llenas de detalles, que, a punto de hundirse sobre
su propia vejez, atestiguan ese misterioso pasado de fertilidad y
abundancia.
Sin embargo, el
paralelismo más sorprendente entre Macondo y Barbacoas no es su
aislamiento, ni sus casonas derruidas y pobladas de telarañas, ni
sus misteriosos orfebres callejeros, sino la leyenda de sus tesoros
enterrados. Recuerdo sobre todo la historia de cierta familia de
comerciantes sin nombre. Al parecer, la familia en cuestión habría
sido extorsionada por grupos paramilitares —la zona es uno de los
epicentros de ese conflicto que desangra a Colombia desde hace medio
siglo—, quienes le habrían solicitado una «vacuna».
Dispuesto a evitar que su fortuna cayese en manos de, cito la
leyenda, «unos huevones», el pater
familias enterró tres
cofres con lingotes de oro en una finca de cacao a orillas del
Telembí. Poco después, el señor y sus dos hijos, los únicos que
conocían la ubicación exacta del tesoro, habrían sido asesinados
por los paramilitares. Desde entonces, los barbacoanos cavan sin
cesar, y sin éxito, en busca de esos tres cofres. Como en
Cien años de soledad,
donde un Buendía llena la casa de agujeros para encontrar el saco de
monedas escondido por Úrsula, Barbacoas tiene sus propias riquezas
ocultas, que contrastan con esas fachadas faltas de cal, con los
postigos desvencijados, con el extravío de sus ciudadanos. En esto,
como en casi todo, Macondo no es un mundo imaginario, sino el eco de
rincones desconocidos para el común de los mortales, inaccesibles,
pero tan auténticos como estas líneas.
Guerras de Macondo
Más que ninguna otra
faceta de Cien años de soledad, el conflicto armado descrito
por Márquez, pese a su supuesta hiperbolización, de batallas que se
entrecruzan, de soldados amigos que se enemistan, de enemigos que se
respetan, de líderes que desaparecen en el Caribe, que reaparecen,
que vuelven a desaparecer, con sus fusilamientos, con sus civiles ora
pasivos, ora belicosos, es un fidedigno reflejo de lo que ocurre en
Colombia desde hace décadas.
Necesitaría escribir la
Historia de un deicidio belicoso para darles una idea de cómo
los tejemanejes macondianos se asemejan a lo que lleva medio
siglo ocurriendo en Colombia. Quédense con lo principal, lo que ya
les he adelantado: que esas batallas eternas, que esa población que
un día no le hace caso a la guerra y otro se alza en armas en
defensa de tal o cual bando, que esos amigos que se enemistan y
enemigos que se respetan, que esos combatientes que desaparecen para
resurgir en un país vecino, que reaparecen, que vuelven a
desaparecer, son, como casi todo en Cien años de soledad,
hechos reales no imaginarios.
Tratado de Neerlandia
Y,
desde luego, lo menos imaginario de toda la obra de Márquez es la
forma en la que numerosos procesos de paz frustrados jalonan el
interminable transcurso de las hostilidades. Hace ya décadas que los
gobiernos colombianos, los de verdad, los no literarios, intentan
firmar la paz con los grupos guerrilleros. Andrés Pastrana,
Presidente de la República entre 1998 y 2002, llegó al extremo de
poner en manos de la guerrilla un
territorio del tamaño de Suiza, conocido como «zona de distensión»,
con el fin de fomentar los diálogos de paz. No obstante, más que
distender la situación, aquel experimento facilitó el rearme de la
guerrilla, algo que el sucesor de Pastrana, Álvaro Uribe, se esforzó
con ahínco en corregir por medio de las armas.
A
día de hoy, tras medio siglo de conflicto, Colombia atraviesa su
mejor oportunidad para lograr la paz. Las FARC y el gobierno de Juan
Manuel Santos llevan meses negociando en La Habana. Todo el mundo
sabe que un eventual acuerdo no supondrá el fin de la violencia en
Colombia, ya que la guerra no es solo la causa, sino también el
efecto, de los pingües beneficios que se obtienen a través del
narcotráfico y la minería ilegal. (Un negocio que probablemente
será retomado por grupos emergentes en caso de que sea abandonado
por sus actuales beneficiarios). De hecho, la supuesta
desmovilización de los paramilitares en 2005, que más que una
desmovilización fue una simple metamorfosis, pues los paramilitares
pasaron a congregarse en las llamadas Bandas Criminales (BACRIM), son
un ejemplo de cómo la paz puede ser solo una etapa hacia nuevas
formas de violencia. Sin embargo, después de medio siglo de
conflicto, las negociaciones auspiciadas por Santos son la única
opción para que esa Colombia rural y macondiana
se acerque poco a poco a un amago de normalidad.
En
Cien años de soledad,
las guerras de Macondo concluyen con la firma del Tratado de
Neerlandia, entre cuyos compromisos se encuentra el pago de pensiones
vitalicias a los antiguos combatientes. El gobierno que rige los
designios de la Colombia macondiana
decide violar el tratado y postergar indefinidamente el pago de las
pensiones. Este incumplimiento, adelantado por Márquez en El
coronel no tiene quien le escriba,
parece no afectar demasiado a la estabilidad política del país. Eso
es, claro está, parte del realismo mágico de Márquez. Los
guerrilleros de carne y hueso, los reales, los no imaginarios,
difícilmente serán tan sumisos si, como dicen en el sur de
Colombia, el gobierno opta, en última instancia, por no
«colaborarles». Queda por ver si el desenlace previsto por Márquez
acaba convirtiéndose en otro ejemplo de lo real imaginario, o bien,
como tantos aspectos de su obra, de lo real a secas.
JOSÉ SERRALVO
JOSÉ SERRALVO
La leí cuando tenía 16 años. No me acuerdo de nada
ResponderEliminarMe pasa como a Pedro, hace tanto tiempo que leí este libro y con tanta ansia que debería leerlo de nuevo con la serenidad que ya me otorga la edad :)
ResponderEliminarBs.
Olvidarse de Cien años de soledad... En fin...
ResponderEliminarGracias a José Serralvo por el texto tan detallado y, a la vez, ameno.
Besos
Una de mis novelas favoritas. Muy interesante el artículo que has compartido.
ResponderEliminarMe quedo por aquí :) besos.
¡Hola!
ResponderEliminarMe ha encantado la entrada y eso que no he lo he leído todavía, de Márquez solo he disfrutado La mala hora.
¡Un saludo!
Me encantó tu artículo Jose. Soy colombiana, he leído 100 años de soledad unas tres veces, recuerdo cada detalle. Tu artículo en verdad muestra cómo el realismo mágico es muy real.
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